Jerald F. Dirks, Ministro de la Iglesia Metodista Unida, Estados Unidos (parte 1 de 4)
Descripción: Los primeros años y la educación de un Scholar de Harvard Hollis y autor del libro “The Cross and the Crescent”, desilusionado con el Cristianismo debido a la información recibida en su Escuela de Teología. Primera Parte.
- Por Jerald F. Dirks
- Publicado 31 Mar 2008
- Última modificación 31 Mar 2008
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Uno de mis primeros recuerdos de la infancia es el de oír la campana de la iglesia llamando a la oración matinal de los domingos en el pequeño pueblo rural donde crecí. La Iglesia Metodista era una vieja estructura de madera con un campanario, dos aulas para el catecismo dominical, puertas de madera para separarla del santuario y un cuarto para el coro que hacía las veces de escuela dominical para los niños más grandes. La iglesia quedaba a menos de dos cuadras de mi casa. Cuando sonaba la campana, nos reuníamos en familia y hacíamos nuestra peregrinación semanal a la iglesia.
En ese entorno rural de la década del ‘50, las tres iglesias del pueblo de alrededor de 500 habitantes eran el centro de la vida comunitaria. La Iglesia Metodista local, a la cual pertenecía mi familia, auspiciaba encuentros sociales con helado casero, guisos de pollo y maíz asado. Mi familia y yo siempre participábamos en las tres, pero se realizaban sólo una vez al año. Además, había una escuela comunitaria sobre la Biblia que duraba dos semanas todos los meses de junio, y yo era uno de los que siempre iba hasta que estuve en octavo grado de la escuela. Sin embargo, los servicios dominicales y la escuela de catecismo eran eventos semanales, y me esforzaba para mantener mi asistencia perfecta, premiada con medallitas y reconocimientos por memorizar pasajes de la Biblia.
Al comenzar la escuela secundaria, la Iglesia Metodista del pueblo había cerrado, y comenzamos a asistir a la Iglesia Metodista del pueblo vecino, que era apenas más grande que el pueblo en el que vivíamos. Allí, comencé a sentir el llamado a ser ministro como algo personal. Comencé a participar en la Hermandad de Jóvenes Metodistas, y en su momento oficié de encargado de distrito y de conferencia. También me convertí en el “predicador” habitual del servicio dominical de los jóvenes todos los años. Mi prédica comenzó a atraer atención en toda la comunidad, y no pasó mucho tiempo antes de que se comenzaran a llenar los púlpitos en otras iglesias, en un hogar de ancianos y en diversos grupos de jóvenes y mujeres relacionados con la iglesia, en los que siempre tuve asistencia perfecta.
A los 17 años, cuando comencé el primer año en Harvard, mi decisión de entrar al ministerio se había solidificado. Durante ese año, me inscribí en un curso de dos semestres de religión comparada, dictado por Wilfred Cantwell Smith, cuya área específica de experiencia era el Islam. Durante ese curso, le presté mucha menos atención al Islam que a otras religiones, como el Hinduismo y el Budismo, pues estas dos parecían mucho más esotéricas y extrañas. Por el contrario, el Islam me parecía muy similar al Cristianismo que yo profesaba. Como tal, no me concentré en él tanto como debería haberlo hecho, aunque recuerdo que una vez escribí un informe semestral para el curso sobre el concepto de revelación en el Corán. No obstante, como el curso era uno de los estándares y exigencias académicas, procuré una pequeña biblioteca de unos seis libros sobre el Islam, todos ellos escritos por personas no musulmanas, y que me sirvieron aún 25 años después. También adquirí dos traducciones distintas del Corán al inglés, las cuales leí en aquel entonces.
Esa primavera, Harvard me nombró Hollis Scholar, lo cual significaba que era uno de los mejores alumnos de pre-teología en la institución. El verano entre mi primer y segundo año en Harvard, trabajé como ministro en una Iglesia Metodista Unida bastante grande. El verano siguiente, obtuve mi licencia para predicar por parte de la Iglesia Metodista Unida. Al graduarme de Harvard en 1971, me inscribí en la Harvard Divinity School, y allí obtuve mi Master en Divinidad en 1974, habiéndome ordenado previamente como Diácono de la Iglesia Metodista Unida en 1972, y recibido una Beca Stewart de la Iglesia Metodista Unida como suplemento a mi beca de la Harvard Divinity School. Durante mi educación en el seminario, completé además un programa de pasantía como capellán en el Hospital Peter Bent Brigham en Boston. Luego de graduarme de la Harvard Divinity School, pasé el verano como ministro en dos iglesias Metodistas Unidas en la zona rural de Kansas, donde la concurrencia creció a niveles nunca vistos en esas iglesias durante varios años.
Visto desde afuera, yo era un ministro muy prometedor, que había recibido una excelente educación, que convocaba grandes multitudes en el servicio dominical de las mañanas, y que había tenido mucho éxito en todo el camino ministerial. Sin embargo, visto desde adentro, yo libraba una lucha constante para mantener mi integridad personal a la luz de mis responsabilidades ministeriales. Esta guerra estaba muy alejada de las que supuestamente llevan a cabo algunos tele-evangelistas que infructuosamente intentan mantener una moralidad sexual personal. De igual forma, era una guerra muy distinta de la que llevan adelante los sacerdotes pedófilos tan publicados en los medios. Sin embargo, mi lucha por mantener la integridad personal podría haber sido la más común enfrentada por los miembros más formados del ministerio.
Hay algo de ironía en el hecho que supuestamente los mejores, más brillantes y más idealistas aspirantes a ministros son seleccionados por tener la mejor educación en el seminario, por ejemplo, la que ofrecía en ese entonces la Harvard Divinity School. La ironía es que, según dicha educación, el seminarista está expuesto a tanta verdad histórica real como se conoce:
1) la formación de la primera iglesia “central” y cómo cobró forma gracias a consideraciones geopolíticas;
2) la lectura “original” de diversos textos bíblicos, muchos de los cuales contradicen tajantemente lo que muchos cristianos leen cuando toman su Biblia, aunque de forma gradual, parte de esta información se va incorporando a mejores y más nuevas traducciones;
3) la evolución de dichos conceptos como un dios trinitario y el carácter “filial” de Jesús, la paz sea con él;
4) las consideraciones no religiosas que subyacen a muchos credos y doctrinas cristianas;
5) la existencia de aquellas primeras iglesias y movimientos cristianos que nunca aceptaron el concepto de la trinidad y que nunca aceptaron el concepto de la divinidad de Jesús, la paz sea con él, y
6) etc. (Algunos de estos frutos de mi educación en el seminario son relatados con mayor detalle en mi reciente libro, The Cross and the Crescent: An Interfaith Dialogue between Christianity and Islam, Amana Publications, 2001).
Como tales, no ha de sorprendernos que la gran mayoría de los egresados del seminario salen de allí, no para “llenar púlpitos”, donde se les pedirá que prediquen aquello que saben que no es cierto, sino para ingresar a diversas profesiones de asesoría. Ese también fue mi caso, puesto que me gradué más tarde con una maestría y un doctorado en psicología clínica. Me seguí llamando cristiano, porque tenía esa necesidad de auto-identificarme y porque, después de todo, era un ministro ordenado, aunque me dedicaba de lleno a la salud mental. Sin embargo, mi educación en el seminario se había encargado de destruir toda creencia que pudiera haber tenido respecto a un dios trinitario o a la divinidad de Jesús, la paz sea con él. (Las encuestas revelan habitualmente que es menos probable que los ministros crean en esos y otros dogmas de la iglesia que los laicos a quienes predican, siendo los ministros más propensos a entender términos como “hijo de Dios” de manera metafórica, mientras que los fieles los entienden literalmente). Por lo tanto, me convertí en un “cristiano de Navidad y Pascuas”, que iba a la iglesia muy de vez en cuando y que rechinaba los dientes y se mordía la lengua mientras escuchaba los sermones, pues yo sabía que no era cierto.
Nada de lo dicho debe ser tomado como una implicación de que yo era menos religioso o que tenía menos orientación espiritual que la que pude haber tenido alguna vez. Rezaba regularmente, creía sólidamente en un único Dios y llevaba una vida personal dentro del marco ético que me habían enseñado en la iglesia y la escuela dominical. Simplemente conocía mejor los dogmas y artículos de fe de la iglesia organizada, tan cargados de influencias paganas, nociones politeístas y consideraciones geopolíticas de una era pasada.
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