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Como Chicago era una universidad más cara, tuve que ahorrar dinero para mis estudios, encontré un trabajo de verano en la costa occidental con un bote pesquero en Alaska. El mar probó ser una escuela en sí mismo, una a la cual regresé ocho temporadas, por el dinero. Conocí a mucha gente en los barcos, y vi algo del poder y la grandeza del viento, el agua, las tormentas y la lluvia, y la pequeñez del hombre. Estas cosas se desplegaban ante nosotros como un inmenso libro, pero mi compañero pesquero y yo solo leíamos las palabras que se encontraban en nuestro contexto: para pescar la mayor cantidad de peces posible dentro de un determinado periodo de tiempo para vendérselo a los comerciantes. Pocos sabían como leer el libro en su totalidad. Algunas veces, en un soplido, las olas se acrecentaban como grandes montañas, y el capitán sostenía el timón con los nudillos blancos, nuestra proa en un momento en lo mas profundo de un valle de aguas verdes, y en otro momento alzándose alto en el cielo antes de toparse con la nueva ola y hundirse nuevamente.
Al principios de mi carrera como marinero de cubierta, leí la traducción de Hazel Barnes de ‘being and Nothingness’ de Jean Paul Sartre, en la cual él afirmaba que el fenómeno solo nacía de la consciencia en el contexto existencial de los proyectos humanos, un tema del que volvió a hablar Marx en sus 1844 manuscritos, donde la naturaleza es producida por el hombre, por ejemplo, que cuando el místico ve árboles, su consciencia ve un objeto fenomenal totalmente diferente del que ve un poeta, por ejemplo, o un capitalista. Para el místico, es una manifestación; para el poeta, un bosque; para el capitalista, madera. Según esa perspectiva, una montaña solo parece alta al proyectar su escalada, y así, de acuerdo a las relaciones instrumentales envueltas en los diferentes intereses humanos. Pero los grandes eventos naturales del mar que nos rodea parecen desafiar, con su dureza, irreducible realidad, nuestros intentos de comprenderlos. De repente, estábamos allí, sacudidos por las fuerzas alrededor nuestro sin sentido, preguntándonos si lo lograríamos. Algunos, es verdad, piden ayuda a Dios en esos momentos, pero cuando regresamos a salvo a la orilla, nos comportamos como hombres que saben poco de Él, como si esos momentos hubiesen sido lapsos de demencia, vergonzoso pensar que esos momentos son felices. Fue una de las lecciones de, tales eventos no solo existieron sino tal vez perduraran en nuestras vidas. El hombre era pequeño y débil, las fuerzas a su alrededor eran enormes, y él no las podía controlar. En ocasiones un barco se hundía y hombres morían. Recuerdo un pescador de otro barco que trabajaba cerca de nosotros, haciendo el mismo trabajo. Me sonrió a través del agua tirando de la red del bloque hidráulico, apilándolo en la popa para prepararlos para la próxima pesca. Algunas semanas mas tarde, su bote se dio vuelta durante una tormenta, y él se enredó en la red y se ahogó. Solo lo vi una vez mas, en un sueño, haciéndome señas desde su barco.
Lo tremendo de las escenas que vivimos, las tormentas, los altísimos precipicios alcanzando verticalmente las aguas de cientos de pies, el frío y la lluvia y la fatiga, las heridas ocasionales y las muertes de los trabajadores, esto no nos llegaba a impresionar. Se supone que los pescadores son duros, después de todo. En un barco, se decía que se perdía ocasionalmente un miembro de la familia mientras se navegaba y uno al final de la temporada, invariablemente para el miembro de la familia que trabajaba con ellos, su pérdida era ganancia porque de otro modo hubiesen tenido que pagarle.
El capitán de otro barco era un hombre de veintisiete años que trasladaba millones de dólares en cangrejos cada año en el Mar Bering. Cuando escuché hablar de él por primera vez, estábamos en Kodiak, su barco en el puerto de la ciudad atado varios días antes. El capitán se encontraba indispuesto en su litera, donde había estado vomitando sangre por haber comido un vidrio la noche anterior para probar cuán fuerte era.
Se encontraba en mejores condiciones que cuando lo volví a ver en el Mar Bering al final de un largo invierno en la temporada de cangrejos. Trabajaba en su timonera, rodeado de radios que podían captar la señal de cualquier lugar, computadoras, Loran, sonar, buscadores profundos, radares. Sus paneles de luz e interruptores se fijaban a menos de 180 grados de ventanas de antiquiebre que apuntaban al mar y los hombres en la cubierta, con los cuales se comunicaba a través del altoparlante. A menudo trabajaban contra reloj, sacando sus engranajes del agua congelada bajo baterías de enormes luces eléctricas junto a los mástiles que transformaban en días las noches eternas. El capitán tenía fama de gritón, y en una ocasión encerró a toda su tripulación en la cubierta bajo la lluvia por once horas porque uno de ellos había salido a tomar una taza de café sin pedir permiso. Pocos tripulantes duraron más de una temporada conmigo, aunque lograban casi el doble del salario anual de un abogado en seis meses. Se ganaban fortunas en el Mar Bering esos años, antes de que la sobre pesca acabara con los cangrejos.
En ese momento, estaba anclado y fue lo suficientemente amigable cuando nos acercamos a él, y él abordó nuestro barco para sentarse a hablar con nuestro capitán. Hablaron durante un tiempo, por momentos mirando pensativos hacia el mar a través de la puerta o las ventanas, por momentos mirándose entre ellos cuando algo los animaba, como por ejemplo el tema de qué pensaban sus competidores de ellos. “Se preguntan porque tengo bastante dinero”, dijo. “Bien, dormí en mi propia casa sólo una noche el año pasado”.
Mas tarde hizo que su tripulación sacara las sogas y levantara el ancla, sus ojos mirando fijo el agua desde las ventanas de la casa mientras que se alejaba. Su vigilancia, su psiquis como una morsa, sus interminables viajes después de juegos y mercados, me hacían recordar otro animal predador del mar. Tales personas, buenas para ganar dinero pero obviando cualquier fin y propósito, me impresionaron, y comencé a preguntarme si los hombres no necesitaban principios para guiarlos y decirles por qué estaban allí. Sin esos principios, nada parecía distinguirnos de nuestras plegarias excepto por ser mas rigurosos y tecnológicamente capaz de cazar por más tiempo, en una escala mas vasta, y con mayor devastación que los animales que cazábamos.
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