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Mi esposo y yo habíamos ido a la masyid
(mezquita) para escuchar una conferencia. Fue la primera vez que él me había
invitado a la mezquita desde que nos casamos, un año antes. Nos conocimos y nos
casamos mientras trabajábamos como consejeros a abusadores de sustancias en un
centro de rehabilitación.
No podríamos haber sido más diferentes en un comienzo, pues proveníamos de orígenes completamente distintos: él es negro y yo blanca, él era musulmán y yo era judía. A pesar que él nunca me pidió que me hiciera musulmana antes de nuestro matrimonio, me daba da`wah (invitación al Islam) silenciosa con su excelente ejemplo.
Él tenía una biblioteca islámica extensa, y como era una lectora entusiasta, naturalmente leí muchos de sus libros. También me fijé en su comportamiento modesto, lo observaba haciendo salah (oración) cinco veces al día, asistir a la oración del yumuah los viernes, y ayunar durante el mes de Ramadán. Por lo tanto, era natural que desarrollara en mí el interés por su religión.
Cuando llegamos a la mezquita, señaló la entrada a la sección de mujeres. Acordamos encontrarnos en el parqueadero mucho después que terminara el evento. “Está bien, puedo hacer esto,” pensé para mis adentros mientras ingresaba al pasillo oscuro y húmedo y bajaba los escalones empinados.
Nunca antes tuve problemas haciendo amigos. Siempre disfruté las situaciones multiculturales y aguardaba con interés la noche.
Mi esposo había sugerido que vistiera algo modesto para la ocasión. Pasé las manos por las largas mangas de mi vestido, estirándolas y alisándolas. Estaba segura de que las mujeres de la mezquita aprobarían mi apariencia.
Sin embargo, cuando llegué al final de las escaleras y atravesé la puerta marcada “hermanas”, pude sentir de inmediato una tensión fuerte en el ambiente, desconfianza, distanciamiento y confusión. Todas las cabezas cubiertas con velo se voltearon en dirección a mí y las mujeres musulmanas se quedaron viéndome como si tuviera dos cabezas. Quedé estática en la entrada, mirándolas.
Nunca había visto tantas musulmanas juntas en un mismo lugar. Muchas de ellas vestían el hiyab tradicional, pero dos me miraban a través de las cubiertas de sus cabezas que sólo dejaban ver sus ojos. Otras pocas estaban sentadas con sus velos sobre los hombros. Cuando me vieron, se los pusieron sobre la cabeza.
Entonces, una de ellas se levantó de su silla, se acercó a mí y se presentó como la hermana Basimah. Al menos ella me daba la bienvenida.
“Hola,” dije. “Mi nombre es Sharon. Esto aquí para la conferencia.”
“¿Estás con alguien?,” preguntó.
“Mi esposo está arriba,” respondí.
“¡Oh! ¿Tu esposo es musulmán?,” preguntó.
“Sí. Sí, lo es,” dije.
“Alhamdulillah,” dijo. “Ven aquí y siéntate con nosotras.”
Me llevó a una mesa en la que estaban sentadas tres mujeres. Eran las mujeres exóticas más hermosas que había visto. En cuanto ella nos presentó, olvidé cada uno de sus nombres, que eran igualmente exóticos. La hermana Basimah entonces se levantó y fue a saludar a más personas que acababan de llegar.
“¿De dónde eres?,” me preguntó una de ellas. Le respondí que soy estadounidense descendiente de europeos orientales, nacida en la ciudad de Nueva York.
“¿Y de dónde es tu esposo?,” fue la siguiente pregunta.
“Es de Estados Unidos.”
“¿Pero de dónde es?”
“De Filadelfia,” respondí.
“No, quiero decir de qué país proviene.”
“Es estadounidense, nacido en los Estados Unidos, es afroamericano, de Filadelfia,” respondí, pensando que había alguna barrera idiomática. Luego supe que muchas de las mujeres caucásicas de la mezquita estaban casadas con hombres árabes.
“¡Ah!,” dijeron todas al unísono y bajaron sus miradas encantadoras.
“¿Piensas hacerte musulmana?”, me preguntó otra, mirándome con una expresión radiante en su rostro.
“No,” respondí, “soy judía.” Bueno, me gustaría que hubieran podido ver la expresión en sus rostros. Tan pronto como fue cordialmente posible, cambiaron de tema.
“¿Tus hijos son musulmanes?”, preguntó una de ellas, volviendo al interrogatorio.
“No,” respondí, “no tengo niños.” Eso fue todo; sus intentos por encontrar algún terreno común conmigo habían fallado. Me sonrieron y ocurrió algo increíble para lo que no estaba preparada: comenzaron a hablar en árabe.
Seguí sentada con ellas en la mesa. En su mayoría, hablaban entre ellas en árabe y me sonreían. A medida que más mujeres llegaban a la mesa, me presentaban en inglés, “ella es Sharon. Es judía.” Luego continuaban hablando en árabe.
Cuando comenzó el evento, las mujeres se reunieron en la sala de oración y todas se sentaron en el piso sobre la alfombra. Pero después de cinco minutos, las mujeres comenzaron a conversar unas con otras, ahogando el sonido de la conferencia que se estaba transmitiendo a través de altavoces estéreo desde arriba.
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