Margaret Marcus, exjudía, Estados Unidos (parte 1 de 5)
Descripción: Margaret habla de su primera infancia en la escuela dominical judía, su abandono y desprecio por toda religión organizada, y una clase que tomó sobre judaísmo e Islam en la universidad.
- Por Margaret Marcus
- Publicado 15 Oct 2012
- Última modificación 15 Oct 2012
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P: ¿Serías tan amable de contarnos cómo comenzó tu interés por el Islam?
R: Yo era Margaret (Peggy) Marcus. De niña, tenía un gran interés en la música y tenía una simpatía particular por las óperas y sinfonías clásicas consideradas alta cultura en Occidente. La música fue mi materia favorita en la escuela, y era en la que siempre tenía las más altas calificaciones. Por pura casualidad, se me ocurrió escuchar música árabe por la radio y me gustó mucho, así que quise escuchar más. No dejé en paz a mis padres hasta que mi papá por fin me llevó al área siria en Nueva York, donde compré un montón de grabaciones en árabe. Mis padres, parientes y vecinos pensaban que el árabe y su música eran terriblemente extraños y les dolían los oídos cuando ponía mis grabaciones, de modo que exigían que cerrara las puertas y ventanas de mi cuarto para que no los molestara. Después que abracé el Islam en 1961, solía sentarme embelesada durante una hora en la mezquita en Nueva York, escuchando grabaciones de Tilawat (recitación del Corán) por el célebre Qari’ egipcio Abdul Basit. Pero un Salatul Yumua (oración del viernes), el Imam no puso las grabaciones. Tuvimos un invitado especial ese día. Un pequeño joven muy delgado y con ropas pobres, quien se presentó a sí mismo como estudiante de Zanzíbar, recitó Suratur Rahmán (un capítulo del Corán). Nunca antes escuché una Tilawat tan gloriosa, ¡ni siquiera de Abdul Basit! Él tenía una voz de oro; sin duda Bilal (un compañero del Profeta, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, a quien se le asignó la tarea de hacer el llamado a la oración 5 veces al día) debía haber sonado como él.
Volvamos al comienzo de mi interés en el Islam cuando tenía diez años. Mientras asistía a la escuela dominical judía reformada, fui fascinada por la relación histórica entre los judíos y los árabes. En mis libros escolares judíos, aprendí que Abraham era el padre de los árabes tanto como de los judíos. Leí cómo siglos después cuando, en la Europa medieval, la persecución por parte de los cristianos les hizo la vida imposible, los judíos fueron bienvenidos en la España musulmana, y que fue la magnanimidad de esta misma civilización árabe islámica la que estimuló la cultura hebrea para que alcanzara el cenit de sus logros.
Totalmente inconsciente de la naturaleza real del sionismo, pensé ingenuamente que los judíos estaban regresando a Palestina para fortalecer sus lazos de parentesco en la religión y en la cultura con sus primos semíticos. Creía que juntos, árabes y judíos, cooperarían para alcanzar una nueva Edad de Oro de la cultura en Oriente Medio.
A pesar de mi fascinación con el estudio de la historia judía, era muy infeliz en la escuela dominical. En esa época me identifiqué mucho con el pueblo judío en Europa, después de sufrir un destino terrible a manos de los Nazis, y me sorprendía que ninguno de mis compañeros de clase ni sus padres se tomaran la religión en serio. Durante los servicios en la sinagoga, los niños solían leer tiras cómicas escondidas en sus libros de oración, y se burlaban de los rituales. Los niños eran tan ruidosos y desordenados que los profesores no podían disciplinarlos y resultaba muy difícil dictar las clases.
En casa, la atmósfera de observancia religiosa era apenas poco más agradable. Mi hermana mayor detestaba tanto la escuela dominical que mi madre literalmente la tenía que arrastrar fuera de la cama en las mañanas, y nunca fue sin luchar entre lágrimas y palabras ofensivas. Por último, mis padres se habían agotado y dejaron que la abandonara. En las fiestas religiosas judías, en lugar de asistir a la sinagoga y ayunar durante Yom Kipur, nos sacaban a mi hermana y a mí de la escuela para ir a almuerzos campestres y fiestas en restaurantes elegantes. Cuando mi hermana y yo convencimos a nuestros padres de lo miserables que éramos en la escuela dominical, se unieron a una organización agnóstica y humanista conocida como Movimiento de Cultura Ética.
El Movimiento de Cultura Ética fue fundado a fines del siglo XIX por Felix Alder. Mientras estudiaba para ser rabino, Felix Alder creció convencido de que la devoción a los valores éticos como algo relativo y hecho por el hombre, hacía irrelevante cualquier supernaturalismo o teología, y se constituía en la única religión apropiada para el mundo moderno. Asistí a la escuela dominical de cultura ética cada semana desde los 11 años hasta que me gradué a los 15. Allí crecí en completo acuerdo con las ideas del movimiento y su desprecio por todas las religiones tradicionales y organizadas.
Cuando tenía 18 años de edad me hice miembro del movimiento local de jóvenes sionistas, conocido como el Mizrachi Hatzair. Pero cuando descubrí la verdadera naturaleza del sionismo, que hizo irreconciliable la hostilidad entre judíos y árabes, lo dejé con repugnancia unos meses después. Cuando tenía 20 años y era estudiante en la Universidad de Nueva York, uno de mis cursos electivos se llamaba “el judaísmo en el Islam”. Mi profesor, Rabbi Abraham Isaac Katsh, cabeza del departamento de Estudios Hebreos allí, no escatimó esfuerzos para convencer a sus estudiantes —judíos todos, muchos de ellos aspirantes a rabinos— de que el Islam se había derivado del judaísmo. Nuestro libro de texto, escrito por él, tomaba cada versículo del Corán, y rastreaba con esmero su supuesto origen judío. Aunque su verdadero objetivo era demostrarles a sus alumnos la superioridad del judaísmo sobre el Islam, me convenció de todo lo contrario.
Pronto descubrí que el sionismo era una mera combinación de aspectos tribales racistas del judaísmo. El sionismo nacionalista secular moderno quedó aún más desacreditado ante mis ojos cuando me enteré de que unos pocos, si alguno, de los líderes del sionismo eran judíos practicantes, y que quizás en ningún otro lugar el judaísmo tradicional ortodoxo es tratado con un desprecio tan intenso como en Israel. Cuando me enteré de que casi todos los líderes judíos importantes en Estados Unidos que apoyan el sionismo, no sienten el menor remordimiento de consciencia a causa de la terrible injusticia infligida a los árabes palestinos, ya no pude considerarme más una judía de corazón.
Una mañana de noviembre de 1954, el profesor Katsh, durante su conferencia, argumentó con una lógica irrefutable que el monoteísmo enseñado por Moisés, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, y las Leyes Divinas reveladas a él, eran indispensables como base para todos los más altos valores éticos. Si la moral fuera puramente hecha por el hombre, como enseñan Cultura Ética y otras filosofías agnósticas y ateas, entonces podría ser cambiada a voluntad, según el capricho, la conveniencia o las circunstancias. El resultado sería el caos total que conduce a la ruina individual y colectiva. Creer en el Más Allá, como enseñan los rabinos en el Talmud —argumentaba el profesor Katsh—, no era un mero pensamiento caprichoso sino una necesidad moral. Según él, sólo aquellos que creían firmemente en que cada uno de nosotros será llamado por Dios el Día del Juicio para rendir cuentas de nuestra vida entera en la tierra, y que seremos recompensados o castigados acorde a ello, tendrá la autodisciplina para sacrificar el placer transitorio y aguantar las dificultades, y sacrificarse para obtener un bien duradero.
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